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Mostrando entradas de 2017

Fuego camina conmigo

- ¿De que querías hablar Beatriz?  - Te quiero decir algo, hace tiempo que lo vengo pensando. Hace tiempo que vengo pensando en algo. Tengo una fantasía recurrente. No es parte de mi subconsciente. No sueño con ella. No, no. Está parada al frente de mis pensamientos, un alumno escribiendo en el pizarrón. ¿Será esa la diferencia entre los sueños y las fantasías?  Esta fantasía es sencilla. Cierro los ojos y la dibujo en la parte posterior de mis párpados. Los cuales en principio pudieran parecer un lienzo pequeño para este paisaje. Me veo caminando, de espalda, mi espalda, esa parte de mí que no veo, me imagino la distancia entre mis hombros, las imperfecciones de mi nuca, mi cabello, no importa que ropa lleve, nunca uso zapatos, ni ningún tipo de calzado, siempre voy caminando descalzo. Me detengo ocasionalmente para apretar el pastizal verde con los dedos de mis pies, como un pequeño primate que comienza a comprender la utilidad de sus extremidades. Camino sobre un extenso pastizal

El alemán

Al despertar, la única certeza fue la de estar muerto. Se auscultó como si fuese médico. Camisa a rayas de manga corta, celeste sobre blanco, pantalón pinzado y alpargatas. Tenía una caja de cigarros blanda, un encendedor chico casi sin gas y la billetera vacía. Se vio a si mismo sentado, con las piernas completamente extendidas como hacía mucho no se veía. Quizás desde la infancia. Cuando se incorporó se dio cuenta de su "chuequera". Recordó correr desordenado. Correr junto al tren, como en un cuento de Cortázar que nunca leyó pero que en ese momento parecía fresco y claro. Vio la calle de pedregullo y balastro y se sintió inundado por el recuerdo. Las zanjas a los costados. Todo. Incluso el olor a petricor, aunque no lloviera. Los rasgos en vida. Decidió explorar. No era Magallanes, pero conocía aquel páramo. Su infancia. Arcaica y pura en Tacuarembó. Diez hermanos. El mayor. La muerte de su madre. La muerte de su padre de cismar. La responsabilidad heredada. Herencia de lo

Crónica de una muerte truncada (o bien, como soltar)

- TESTIGO: Gastón Parnaso Romero, masculino, oriental, 37 años, caucásico, profesor de matemáticas, viviendo en concubinato con Dahiana Herrera Molina (38), padre de Marcio Parnaso Herrera (7). DECLARACIÓN: Lo vi cuando se iba, siempre sale un poco pasadas las cinco, no sé a donde va, pero creo que estudia, por lo general prende un cigarro en el momento en que pone un pie en la calle, pero esta vez salió fumando del apartamento, le quise decir que no fumara en el corredor del edificio, más que nada por el botija, pero paso apurado, y tenía cara de "no querer hablar con nadie". Es buen pibe, un poco raro, pero buen pibe. (...) Creo que estaba vestido con una camiseta negra con un estampado blanco, jean azul y no me acuerdo de los pies. Llevaba mochila. (...) No, no, nunca dio problemas. Cuando abandonamos el edificio supe que algo no estaba bien, yo me sentía turbado, reticente a hablar, evasivo. Tengo congelada una imagen que nunca vi, la impresión de una oración en mi cab

De lunes a lunes

Aquella tarde de luz ámbar, la electricidad se creyó sol, y justo en el momento en el que el magnánimo astro desparecía por el oeste, a la corriente eléctrica le pareció simpático imitarlo. Un apagón sumergió al edificio de Alicia en la más pulcra penumbra. Alicia que llevaba a cabo la titánica tarea de enfrentar al tedio entre netflix y cigarrillos, solo pudo verse suspirar ante el aburrimiento forzoso. Aburrimiento que obra de maneras misteriosas y nos empuja a prácticas extrañas, distintas, foráneas a nuestra persona. En el caso de Alicia, su aventura ociosa la llevó a mirar por la ventana, a fumar sin ganas mientras descansaba los codos en el pretil. Frente por frente a su edificio se alzaba otra construcción de mayor tamaño. De pudientes ventanales en los que nunca había reparado. Encontró diversión en contar los pisos. Catorce. En explorar cada ventana. La mayoría mantenía en las persianas herméticamente cerradas. Alicia sintió por un instante que el edificio sabía que lo mirab

El Cuadro

Cuando Casandra consiguió independizarse se encontró con dos cosas. El cristalino orgullo, que no soberbia, de contemplar su logro, de ver aquella propiedad como si la hubiera construido con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, aunque así no fuera. Se veía pintada en los rincones de aquel pequeño hogar que para ella era un desparramo de bien ganada opulencia, sus ojos negros eran aquellas ventanas tras las celosías de madera barnizada, sus dientes eran las baldosas blancas que formaban un hermoso camino hacia la puerta a través del modesto jardín, su nariz era el olor a jazmín. Su esfuerzo era su casa. Pero también se encontró con un cuadro de una niña amurado en el corredor que se deslizaba entre el comedor y la cocina. Un cuadro rectangular con un delgado marco de madera oscura, que no debía superar los setenta centímetros de largo y aproximadamente poco más de la mitad de ancho, de propiedades oleosas. El cuadro era perturbador. Era un retrato de procedencia desconocida, la propi

Decir adiós muy buenas, nos conocimos alguna vez

Me dijo que prefería recordarme sin rostro. Y yo no pensé, pensaba en otras cosas, lo que se piensa en esos casos ¿Que se piensa en esos casos? - ¿Ahora me vas a decir que soy feo? No pude evitarlo. Esos comentarios que buscan ser graciosos en los momentos mas patéticos, el ultimo aliento de un ahogado, ver la bala volando hacia uno, el escudo del nervioso, el golero de la duda, sin manos. Cuanto le molestaba. Había una parte de mi que razonaba, que masticaba el hecho y lo digería con la naturaleza con la que se desayuna una noticia trivial. Había otra parte que quería pelear, con ella, conmigo, con eso. De haber sabido que llegado el momento yo tampoco recordaría su rostro. En esos años, no se cuantos fueron, vivimos en un incomodo silencio de dos cuartos con jardín al fondo, ella se dedicaba a examinar a los transeúntes que pasaban frente a nosotros, yo oficiaba de investigador de suelos, miraba detenidamente el piso, mientras que con un pie jugaba con una piedrita. En un moment

Los otros

Estaban sentados en el comedor tomando vino en caja. Los tres estaban del mismo lado de la mesa de madera rectangular que se escondía debajo de un mantel de plástico naranja, sobre esta solo descasaban tres vasos de vidrio, una caja chica de cigarros, un encendedor celeste, y por supuesto el vino que bebían. Estaban del mismo lado de la mesa porque veían un partido totalmente intrascendente en la televisión (uno de ellos cree recordar que ese día veían un triste cero a cero entre Temperley y Defensa y justicia). Se debatían entre el tedio y la borrachera. La aplastante costumbre de romper la rutina que acaba por volverse costumbre, ritual, tradición, y así hasta el aburrimiento.  A los trece minutos del segundo tiempo, uno de ellos sintió el sonido de la puerta de la casa, de bisagras gastadas, abriéndose, lo comentó alarmado. - Bo ¿eso fue la puerta? Le respondieron al unisono, mismo contenido pero distinta forma - Dale paranoico. Dijo el primero. - ¡Miralo al cagon! Dijo el seg

Crimen

Sabía lo que tenía que hacer. O al menos sabía lo que quería hacer. Se sabía inteligente. Triste condena. Meditaba de manera nauseabunda ¿si era tan sagaz como creía, como se lo hacían saber, que hacía allí? Solo, en la pequeña mesa de un bar contra la ventana de un día nublado, enfrentándose a una silla vacía, manchándose de tinta la mano izquierda mientras escribía en una servilleta, con un arma en su cintura. Escribía lento, suave, no quería que los trazos rompieran la servilleta, las servilletas, primero una, luego dos, y así sucesivamente hasta que lo pudo ver. Quería ver aquello plasmado en papel, sentirlo tangible, ajeno, propio del mundo, palpable, posible, probable, seguro. Lo leyó cuatro veces, dos antes de terminarlo, era ansioso. Ansioso e inteligente, era inevitable que viviera atando cabos, completando frases, adelantando conclusiones, adelantando su conclusión. Pero su ansiedad no podía nublar su capacidad como las nubes a aquel día, no había nada dejado al azar en el cr

Por las Dudas

Barrio cualquiera. Como cualquier otro barrio de esos que se funden como células para formar un cuerpo que se llama Montevideo. Sin cara ni espalda. Lejos de la rambla.  El barrio es bullicioso en verano, amarillo en otoño, gris en invierno y respira en primavera.  Por la avenida principal pasan cuatro líneas de ómnibus, todas llevan por nombre tres cifras . Al lado de la escuela hay una cancha de fútbol alambrada con un agujero en la herrumbrada malla metálica marrón que supo brillar plateada en sus años mozos, agujero que los niños atraviesan los fines de semana. En el área chica de uno de los arcos hay un pozo que junta agua cuando llueve y le otorga una clara ventaja a quien lo defienda.  Hay dos almacenes bautizados en honor a los apellidos de sus propietarios. Un antiguo bar en el que pareciera que la luz no se atreve a penetrar, de puerta alta y baldosas opacas que emulan un tablero de ajedrez, mostrador de mármol cansado y un mozo esquelético y largo al que le faltan algunos d

Osvaldo

La patología de Osvlado resultaba algo inverosímil. No había necesidad de ser un letrado en medicina, psicología, o disciplinas de la rama para saber que en Osvaldo ocurría algo sumamente particular. Su enfermedad era extraña, curiosa, peculiar, absurda, burda, graciosa, bruta, triste, torpe, pero por sobre toda esa lista, era real. Se manifestó cuando Osvaldo apenas tenía trece años de vida. Si bien en un principio su madre sospecho que "el síndrome de Osvaldito" no era otra cosa que la propia rebeldía de la adolescencia, pronto comprendió que su hijo no buscaba destacar de aquella forma, ni forjarse una personalidad propia que lo separará de su grupo de pares, ni manifestar su desagrado por las costumbres sociales heredadas de generaciones anteriores, o cualquier otra práctica adolescente que a su edad representaba una preciosa odisea utópica que tomaba su belleza de la firme creencia en que aquello era posible.  Osvaldo, parecía haber venido incompleto de la fábrica mat

Ella, el y yo (Nosotros no)

(Ella) Quiso desaparecer. Ser una con las baldosas flojas que sus pies pisaban, o ser el agua que bajo estas se escondía, o ser invisible. Desaparecer, solo desaparecer. Sumergirse en su campera azul de nailon que escondía la mitad de su rostro, y encontrar la calma antes que la valentía, dar con la seguridad y no con el coraje. Sintió sus pies como cadenas que la ataban al suelo, prisionera de su situación, victima de otra situación. Sus pies eran raíces, petrificadas, añejas, la hacían una con la tierra, y le impedían avanzar. Árbol testigo de años, de siglos, del tiempo, de la estúpida legitimidad que llamamos costumbre. Sintió la furia de la gravedad, y la empujo a pensar si aquel castigo era justo, si era su responsabilidad, llego a tener la triste duda de si aquello era su culpa, sus piernas no eran suyas, y no importaba cuanto apretara el paso, como en la pesadilla mas recurrente, sin importar cuanto caminará no lograba avanzar. En una eternidad de apenas tres segundos, apretó

Mateo solo bien se lame

Mateo era corpulento (ancho), tenía una estatura promedio para sus agraciados veintiocho años, y un rostro promedio para cualquier edad. Cabello negro azabache el cual no parecía adherirse a lógica alguna, labios finos, un delgado tabique que acababa por desparramarse en nariz como agua fuera de un cántaro, ojos grandes y verdes pero con unas descomunales pupilas que  apenas permitían ver la suerte de sus iris, todo, escondido detrás de una tímida barba de tres días sin afeitar. Si tuviera que destacar una característica de su anatomía, sin dudarlo, sería su cuello, y no es que este tuviera un tatuaje, o portara una ruda cicatriz, o demás estereotipos que le dan personalidad a un hombre latino en películas de Hollywood, sino más bien que Mateo justamente, carecía de este, cualquier narrador exagerado podría contarles que entre los hombros de Mateo descansaba su cabeza. Pero lo mas interesante de Mateo no se veía, se hacía ver, y era su acérrimo escepticismo, era un devoto ateo, y como

La gente ya no escucha

Iba escuchando música con los auriculares en el ómnibus cuando le sucedió.  Estos pequeños parlantes portátiles que le susurraban melodías en secreto eran una prótesis permanente de su sistema auditivo, y según ella, una prótesis vital.  Bien podría haber estado escuchando las metafóricas lineas de Silvio  Rodríguez o música electrónica neozelandesa que si hoy le preguntaran ella  no lo recordaría. El metálico gigante del sistema de transporte publico vibraba anunciando el inicio de su marcha luego de la luz verde del semáforo  cuando sus auriculares dejaron de emitir sonidos. Jugó con el cable buscando el contacto que los haga sonar, pero no había suerte, debían estar rotos. Ella resoplo exageradamente ante tan moderada desgracia, pero el tedio de convivir con la contaminación sonora de locutores radiales indiscretos, bocinas y ruidos de obras en construcción la agobiaba. Magna fue su sorpresa cuando al sacarse los auriculares un escandaloso silencio la envolvió. El silencio era

Umbra

S in tió que lo seguían. Sensación horrible si las hay. Inauguró el cobarde debate de girar la cabeza y enfrentarse cara a cara con su perseguidor, desnudo, armado únicamente con una mirada inquisitiva cargada de prejuicios, o tomar la opción cobarde como el fuero interno mismo en el que se debatía, redoblar el paso y esperar poder encontrar una pista en el reflejo de las vidrieras que confirmará o desmintiera lo peligroso de aquella presencia. Como la mayoría de n osotros, optó por la opción lógica en aquella situación y apretó el paso. Lo seguía muy de cerca. Nunca había andado tan tarde por aquella calle; la luz ámbar de los focos se abrazaba y se fundía con la oscuridad y el frío generando un desagradable collage, y en esa misma esquina confirmó que era perseguido. A dos cuadras de su hogar, el único lugar seguro sobre la faz de la tierra en aquel momento, el paso fugaz se convirtió en carrera, y corrió torpemente sin lograr coordinar sus piernas y brazos,

Mal dormido

La primera noche discutió con un amigo, nada grave, pero lo suficientemente serio para que ambos alzaran la voz, ni dinero, ni política, ni deporte, algo personal, aspiraciones de la vida y algo de tener los pies en la tierra que le rechinaba, su amigo se retiró y sin mala intención azotó la puerta, el ruido del golpe en conjunción con el despertador lo transportaron de aquel contexto al limbo brumoso de la mañana. Estaba dormido, soñando. No era tan grave para sentenciarlo como pesadilla, pero si le sorprendió lo vivido de la experiencia onírica, los detalles eran fugaces, donde estaban, que vestían, como se originó la discusión, luego de desprenderse de la almohada habían desaparecido, pero las sensaciones, los sentimientos, estaban ahí, la cólera de la discusión, el ardor de la laringe fumadora por levantar la voz, estaban ahí, por supuesto que todo tenía su argumento y no tenia que ser considerado como algo mas de lo que realmente era, un sueño. Soñó la siguiente noc