Por las Dudas

Barrio cualquiera. Como cualquier otro barrio de esos que se funden como células para formar un cuerpo que se llama Montevideo. Sin cara ni espalda. Lejos de la rambla. 
El barrio es bullicioso en verano, amarillo en otoño, gris en invierno y respira en primavera. Por la avenida principal pasan cuatro líneas de ómnibus, todas llevan por nombre tres cifras. Al lado de la escuela hay una cancha de fútbol alambrada con un agujero en la herrumbrada malla metálica marrón que supo brillar plateada en sus años mozos, agujero que los niños atraviesan los fines de semana. En el área chica de uno de los arcos hay un pozo que junta agua cuando llueve y le otorga una clara ventaja a quien lo defienda. Hay dos almacenes bautizados en honor a los apellidos de sus propietarios. Un antiguo bar en el que pareciera que la luz no se atreve a penetrar, de puerta alta y baldosas opacas que emulan un tablero de ajedrez, mostrador de mármol cansado y un mozo esquelético y largo al que le faltan algunos dientes, y siempre viste camisa blanca con delantal negro. También hay una panadería, que hace flautas, felipes, ojitos, marselleses, napoleones, vigilantes, y los bizcochos mas nefastos que un paladar pueda imaginar, pero la gente compra, porque les fían, porque los conocen. Inmediatamente al ventanal de la panadería hay una puerta de hierro negra con un vidrio esmerilado entre rejas, de esos que guardan el secreto de sus interiores, de esos que le niegan el exterior a los de adentro. Violando la privacidad de dicha puerta hay un corredor formado por dos paredes blancas despintadas, que permite acceder a cuatro propiedades idénticas: living comedor, cocina, dos cuartos, un baño, y un pequeño descanso que en delirios de grandeza pretende ser patio, y sirve para conectar el corredor y las puertas de acceso a las casas. En la ultima de estas casas vive Facundo. 

Facundo, de siete años, de pelo castaño, anárquico, sin respetar a ningún peine que lo quiera adoctrinar, de ojos profundos, marrones, maduros para su edad, y una preciosa sonrisa de dientes perlados. Facundo, el niño adorable con una curiosidad que supera a la infantil. Inquisitivo, devoto del empirismo que el aún no conoce ni entiende, "ver para creer". Facundo que quiere entender al mundo, y el mundo que para hacerse entender le exige que crezca.
A diario Facundo se cruza con Marcelo, su vecino que vive en la segunda casa del corredor si tomamos como punto de referencia para la numeración el portal de hierro negro. Marcelo que para Facundo es un "señor grande", tiene veinticuatro años, y se cruza con el pequeño sistemáticamente en el preciso momento en el que él lucha torpemente con su bicicleta y su mochila mientras intenta salir a través de la estrecha puerta de su hogar. Facundo no sabe a donde va Marcelo, pero Marcelo sabe que Facundo se va a la escuela luego de sus fugaces encuentros. Invadido por la poca practicidad del cotidiano ritual de Marcelo, Facundo  le preguntó porque guarda su "gran" bicicleta en su pequeña casa, pudiéndola dejar en el corredor de aquella diminuta comunidad, a lo que Marcelo, que se trabo un poco pensando como no hablarle de ladrones al niño le respondió "por las dudas". 
Facundo reflexionó de manera enfermiza acerca de las dudas "¿Quienes son las Dudas?" dijo en voz alta para si mismo en un acto que despertaría un franco sentimiento de ternura en cualquier mortal, pero para el infante era un planteamiento con rigor científico. Facundo conocía a Marcelo, el joven que vivía en la segunda casa con su hermano menor, a Rita la octogenaria viuda que vivía sola en la primera y a la pareja de la tercera, Clara y Franco, que esperaban familia, pero allí nunca había visto a Las Dudas. 
Se las imaginó como dos hermanas gemelas, absolutamente idénticas, incluso en sus rasgos distintivos, mujeres mayores, de rostros perfectamente arrugados, de ojos celestes, casi blancos, salpicados por las cataratas de la edad, portadoras de una mirada siniestra que pareciera ver a través de lo que miraban, las Dudas usaban lentes, pero pocas veces los llevaban puestos, sus cabellos largos, lacios, se debatían entre el rubio y el plateado, y las arrugas en la comisura de sus labios habían formado un pequeño cráter a ambos lados de estos y generaban el efecto de una sonrisa constante, pero nunca sonreían. Se vestían igual, pero con los colores invertidos, un largo abrigo cubría la mayoría de sus pequeños cuerpos encorvados, escondiendo sus extremidades superiores, y mostrando la posibilidad de que no las tuvieran. 
Las Dudas daban miedo.

Esa misma tarde, Facundo divagaba en otras curiosidades cuando el final de su jornada escolar acechaba al reloj. Como todos los días, antes de despedirlos, su maestra explicaba la consigna de la tarea domiciliaria, el niño que emprendía una extensa travesía hacia sus adentros solo escuchó el final de la explicación, pero fue suficiente para dejarlo atónito "Niños van a necesitar tijeras, pegamento y papel glasé, por las dudas pidan ayuda a sus padres". "¡Por las Dudas!" Pensó Facundo alarmado, las Dudas estaban al acecho. Temeroso camino las cinco cuadras que separaban la escuela de su hogar, y cuando llegó su madre le pidió que fuera a la panadería y pidiera fiados unos marselleses. Con el discurso ensayado y la estrategia que nunca fallaba le dijo a la panadera "Dice mi mamá que te los paga mañana". La joven panadera que no podía decirle que no al niño le dijo con tono dulce "Decile a tu mami que ya debe cien pesos ¿si? Les aviso por las dudas...". Facundo ni siquiera le contesto, ni siquiera termino de escuchar, otra vez las dudas, la amenaza de esas viejitas gemelas con cara aterradora era real, y estaba en todos lados, la curiosidad de Facundo que en ese momento le hubiera sido muy útil se vio cegada por el temor, y en lugar de preguntar como hubiera hecho normalmente, se quedo callado. Callado, en silencio, merendó con sus padres, y se dispuso a hacer sus deberes. Mientras estaba inmerso en la manipulación de los coloridos papeles glasé afuera el sol caía y adentro sus padres hablaban de cuentas que tenían que pagar, de fechas de vencimiento, del diez de ese mes o del doce, y mientras las voces de su padres volaban libres por el living comedor lo volvió a escuchar "por las dudas vamos mañana". Las Dudas lo perseguían, incluso dentro de su casa, y su efecto era macabro.

Por las dudas Facundo dejó de preguntar. Por las dudas no quiso ir a la panadería el día siguiente por los tiernos marselleses que acompañaban su merienda. Por las dudas no volvió a ver a aquel mozo alto, que parecía una aparición espectral entre la penumbra de la puerta de aquel bar y sonreía mientras fumaba para saludarlo, cuando para sus adentros pensaba si el seguiría trabajando allí cuando el niño tomará su primera copa. Por las dudas no volvió a pasar por los almacenes con apellido. Y por las dudas no quiso invadir aquel campito de pasto mal cortado junto a su escuela para jugar un partido con sus amigos. Tenía miedo de hacer, de probar, de conocer, todo, por las dudas. Por las Dudas, dejó de ser un niño.

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