Crimen

Sabía lo que tenía que hacer. O al menos sabía lo que quería hacer. Se sabía inteligente. Triste condena. Meditaba de manera nauseabunda ¿si era tan sagaz como creía, como se lo hacían saber, que hacía allí? Solo, en la pequeña mesa de un bar contra la ventana de un día nublado, enfrentándose a una silla vacía, manchándose de tinta la mano izquierda mientras escribía en una servilleta, con un arma en su cintura. Escribía lento, suave, no quería que los trazos rompieran la servilleta, las servilletas, primero una, luego dos, y así sucesivamente hasta que lo pudo ver. Quería ver aquello plasmado en papel, sentirlo tangible, ajeno, propio del mundo, palpable, posible, probable, seguro. Lo leyó cuatro veces, dos antes de terminarlo, era ansioso. Ansioso e inteligente, era inevitable que viviera atando cabos, completando frases, adelantando conclusiones, adelantando su conclusión. Pero su ansiedad no podía nublar su capacidad como las nubes a aquel día, no había nada dejado al azar en el crimen que cometería, no había un paso fuera de sus planes, todo era completamente premeditado. En la tercera de las lecturas introspectivas sintió que una lágrima desbordaría su ojo, pero eso nunca pasó, nunca pasaba, y por eso escribía.
Levantó la mirada, vio las 14:15 en un espantoso reloj de plástico amarillento, el cual probablemente había sido blanco y nuevo, pero con los años fue consumido por los vapores de las frituras de aquella patética cocina. Por un momento pensó como los relojes se parecen a los espejos, a su espejo. Era hora. Apuro su pequeño vaso de vino tinto, tanto, que se encontró con la agonía del alcohol mucho antes que con el placer de la uva. Se puso el cigarro en la boca a dos pasos de abandonar el antro, miro hacia ambos lados de la calle, pero no como el niño que fue advertido sobre los riesgos de no hacerlo, sino como el adulto que advierte al niño de los riesgos que esta conlleva.

Cuando finalmente se puso en marcha repaso el plan en su cabeza de forma milimétrica, era sencillo, debía evitar que lo vieran, entrar a la casa, dejar el sobre de carta que llevaba en el bolsillo trasero derecho de su pantalón en la mesa ratona de madera oscura del living, la mesa estaba como escondida a plena vista entre cuatro sillones de tela verde, pálida, siempre había odiado aquellos deprimentes sillones, salir de la casa, nuevamente sin ser notado, y estar a las 17:35 en la terminal de ómnibus para abordar la línea "C" y realizar un recorrido de exactamente 157 kilómetros que le llevaría entre dos horas y dos horas y media, descendería en un pequeño pueblo relativamente lejos de su ciudad, se adentraría entre 20 y 25 kilómetros en campo abierto y allí se encontraría con su victima.

El plan funcionó sin ningún contratiempo. Entrar a la casa fue la parte mas sencilla, conocía los horarios laborales de la familia que allí residía, se aseguró de que nadie lo viera ingresar. No se sorprendió de que no hubiera un alma dentro de la residencia y esta se encontrará en la paz mas perturbadora que pudiera recordar. Por un segundo cuando tuvo el sobre entre ambas manos para depositarlo en la mesa y vio su foto, sintió algo que él catalogo como nostalgia, pero era pura, franca y llana tristeza. Dejó el sobre. Salió del hogar y se tomó un taxi para llegar puntual a la terminal. No cruzó ni una misera palabra con el taxista. Una hora después estaba en el punto álgido del recorrido de la línea "C", en silencio, inmerso en la oscuridad de la prematura noche invernal, sin estrellas, sin luna, nada, contemplando una ruta que parecía infinita y poco terrestre, luchando para que su mente se mimetizara con aquel paisaje. Eran las 20:07 cuando descendió del ómnibus, el guarda le sonrío, pero el no le devolvió la sonrisa. La caminata llevó un poco mas de lo planeado, pero sabía que llegaría a tiempo. Ya tenía el arma en la mano cuando llegó al lugar indicado. La liberó del seguro. Supo que nadie escucharía el grito macabro del revolver. Sintió el tacto gélido del acero contra la sien, apretó los labios, y disparó.

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