El Cuadro
Cuando Casandra consiguió independizarse se encontró con dos cosas. El cristalino orgullo, que no soberbia, de contemplar su logro, de ver aquella propiedad como si la hubiera construido con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, aunque así no fuera. Se veía pintada en los rincones de aquel pequeño hogar que para ella era un desparramo de bien ganada opulencia, sus ojos negros eran aquellas ventanas tras las celosías de madera barnizada, sus dientes eran las baldosas blancas que formaban un hermoso camino hacia la puerta a través del modesto jardín, su nariz era el olor a jazmín. Su esfuerzo era su casa. Pero también se encontró con un cuadro de una niña amurado en el corredor que se deslizaba entre el comedor y la cocina. Un cuadro rectangular con un delgado marco de madera oscura, que no debía superar los setenta centímetros de largo y aproximadamente poco más de la mitad de ancho, de propiedades oleosas. El cuadro era perturbador. Era un retrato de procedencia desconocida, la propi