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La postal de otro

La casa había sido de mis viejos. No era particularmente linda, ni particularmente grande, pero me gustaba. La puerta de madera, alta, con dos hojas, hacía gala de un celeste oscuro en medio de una cuadra de blancos antiguos, opacos, casas de rostros viejos con pecas de humedad, manchas de la edad. La puerta ya era celeste cuando mis viejos la compraron y a mamá le gustó, y así se quedo. El viejo dice que cuando aprendí a caminar fue para sentarme en el escalón de aquella puerta. Un modesto escalón de mármol, con betas negras que debería saber de memoria. Fue en aquel escalón que recibí la primera carta. Yo fumaba descalzo. Me acuerdo porque fueron los primeros calores, tenia un short de baño pero todavía no me  había sacado la camisa, apenas si la había desprendido lo suficiente como para respirar mejor. El cartero no tenía cara de nada, y tampoco preguntó nada. Dejó el sobre blanco garabateado por afuera y se fue. Podría haberle dicho que la carta no era para mí ¿Cuál de mis con

Punto de vista

Me desperté con un ojo cerrado. Antes de acusar conjuntivitis o un orzuelo del tamaño de Brasil, acusé no sentir alarma. Ya nada me alarma. Este párpado, amorfo, idiota, por lo general obediente, hoy no se levanta y no me alarma.  Sentí el cansancio, la frustración de esta mañana, sino la de los años. Luché con esa pequeña gran membrana de carne renuente al mundo exterior, egoísta, que no parece querer volver a ver más allá de su segura oscuridad. Imperturbable, inexpresivo, indiferente, mi párpado no se levanta. Cuando llega el miedo, unas neuronas que parecen tener el control de la información que consumen las otras, les notifican que esto es culpa del ojo en cuestión. Ojo que quiso ver el sol de frente, la verdad de espaldas y no la televisión, ojo que le prometió al cuerpo cambios y hoy solo puede ver el miedo. Las pocas neuronas que aún piensan, se resisten, se organizan y llevan mi mano al globo ocular perdido, lo palpan buscando la mucosa que no les permite ver todas aq

Aquel Jardín

Encandilado por la luz ámbar de un farol, desmenuzaba los mechones de su pelo con mis manos. Los pequeños hilos capilares, en esencia negros, lucían cobrizos frente al resplandor. Resultaba curioso contemplar sobre la perspectiva desenfocada de su mejilla, la estática danza en la que luces y sombras se debatían mientras perpetuaban los rasgos más propios del muro de ladrillos. El lejano rasgueo de una guitarra se perdía en la inmensidad del jardín, y mientras su cuerpo reposaba sobre mi, el primer rocío nocturno cristalizaba el verde manto de gramilla .  Tuve un reflejo particular, como si no atendiese a razones, mi mano levantó su abrigo dejando a la vista su huesuda cintura blancuzca, la piel reseca, los accidentes geográficos de sus lunares en aquel desierto lunar. Recuperé el dominio de mi mano, y la rocé con una caricia cuasi imperceptible. Sucumbí al sueño. El abandono de la vigilia fue tan súbito que ni siquiera noté la transición. Desde que tengo memoria me cuesta conciliar e

Promesa

Ni bien se despertó degustó el extraño sabor de aquella mañana. Los síntomas que maduraban con él desde la más temprana adolescencia ya eran hombres, algunos barbados, más no todos. Pero si, cada uno de ellos fruncía el ceño en cada alba, removidos del lecho del inconsciente donde su presencia pasaba inadvertida, donde eran libres de desperezarse toda la noche, dueños de una existencia lánguida. Su catarro tenia su propia tos. Su garganta era una caja de reverberaciones nacidas del burbujeo del alquitrán. El aire danzaba espeso sobre su boca, rehuyendole como gato al agua, obligandolo a contorsionar su pecho con el fin de que sus pulmones recordaran el tiempo en que no eran moteados. Poso suavemente su mano izquierda sobre sus ojos cerrados, y con vehemente fuerza la arrastró por su rostro hasta sentir su garganta quemada. La metáfora de una chimenea le pareció adecuada, las paredes con hollín, renegridas, apresando al humo que inocente busca su camino hacia el ascenso, su boca, la boc

Imaginología básica: El caso Kirlian

Se supo imaginario cuando por primera vez en su existencia sintió la necesidad de comunicarse con otro ser humano... Debo detenerme antes de continuar con el relato, y espero sepa comprender el lector/a que las aclaraciones siguientes son enteramente pertinentes con el fin de narrar la historia del imaginario que aquí nos reúne. "La vida de los imaginarios es empíricamente misteriosa, racionalmente desafiante y objetivamente milagrosa."  Cita sobre los imaginarios, autor anónimo. El tiempo imaginario es sumamente relativo, no existen caninas reglas de tres que nos permitan afirmar que un año humano son siete años imaginarios. Los imaginarios tendrán la edad que sus imaginantes (término acuñado por el primer imaginólogo, quien también bautizo su propio oficio en el siglo pasado) entiendan precisa en el momento en que están siendo imaginados. Así por ejemplo, los imaginarios de los pequeños, suelen ser niños de su edad que crecen con los mismos hasta la etapa adolescente

Silencio porque

No hablaron. No hablaron de su racional miedo a los perros, bautizado a los siete años, cuando el can de un vecino no entendió la simpatía de un niño y le dejó una cicatriz en forma de media luna en su muslo derecho. No hablaron de lo racional del miedo. No hablaron de lo irracional del miedo. Ella no le dijo que sufría de recurrentes dejà vus. Tampoco le dijo que la expresión "sufría de" no era azarosa, ya que muchas veces esto la llevaba a dudar fervientemente de la realidad, de su propia cordura. No hablaron de sus vicios. Ella no le contó que fumaba veinte cigarrillos diarios. Él no le contó que fumaba tabaco solamente cuando le apetecía. Ella no hablo del moretón que se alojaba de manera grotesca en el lado izquierdo de su cuello. Él no le hablo de que los colores violáceos del golpe le recordaban a las lunas pintadas por Cuneo. Él no le dijo que odiaba a Cuneo. No le contó las desagradables sospechas que le generaba dicho moretón. Ella nunca le dijo que lo veía observar

Que no hay alcohol

En días como aquel la casa se mecía suavemente sobre la marea. Las pequeñas olas que la hamacaban en un ritmo constante se estrellaban dulcemente contra los cimientos generando una espuma de pulido blanco que contrarrestaba la turbación del resto de aquel  océano marrón. A primeras horas de la tarde la bruma descendía cual telón, anunciando el final de la función, lo que resultaba irónico ya que en dicho momento comenzaba nuestro pequeño espectáculo marítimo. El oleaje embravecido era nuestro primer divertimento, cerrábamos las dos ventanas del comedor herméticamente con el fin de entregarnos al mareo y evitar los daños colaterales de las salpicaduras. El calor se apoderaba del interior del hogar, tan interno y propio, que efectivamente no era la bienvenida del mismo, sino el exilio del frío fuera de nuestra propiedad. Frenéticos cánticos de sirena endulzaban nuestro paladar en el transcurso del viaje. Nos adentrábamos concienzudamente en la tormenta, se presentaba frente a nosotros, l