El Cuadro

Cuando Casandra consiguió independizarse se encontró con dos cosas. El cristalino orgullo, que no soberbia, de contemplar su logro, de ver aquella propiedad como si la hubiera construido con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, aunque así no fuera. Se veía pintada en los rincones de aquel pequeño hogar que para ella era un desparramo de bien ganada opulencia, sus ojos negros eran aquellas ventanas tras las celosías de madera barnizada, sus dientes eran las baldosas blancas que formaban un hermoso camino hacia la puerta a través del modesto jardín, su nariz era el olor a jazmín. Su esfuerzo era su casa. Pero también se encontró con un cuadro de una niña amurado en el corredor que se deslizaba entre el comedor y la cocina. Un cuadro rectangular con un delgado marco de madera oscura, que no debía superar los setenta centímetros de largo y aproximadamente poco más de la mitad de ancho, de propiedades oleosas. El cuadro era perturbador. Era un retrato de procedencia desconocida, la propietaria anterior le confesó a Casandra que nunca supo nada acerca del cuadro ya que ella era la segunda persona que habitó aquella casa y nunca le pregunto a la dueña original quien era la tétrica niña inmortalizada en trazos de pintura opaca. También le aclaro que nunca pudo deshacerse del cuadro, pero no dio motivos. La representación pictórica de aquella pequeña contaba con una particularidad que la hacía aún mas temible, compartía el hermoso efecto que tienen los ojos de La Gioconda. No importaba desde que sitio del corredor se la mirase, ella no apartaba la vista de quien la viera. Su mirada era vacía, atípica para una pequeña de entre seis y nueve años, la cual probablemente era su edad. Sonreía, pero no de alegría, aquella expresión era la del torturador que disfruta de su barbárico oficio, la del orate general que celebra la victoria de una guerra sobre cadáveres enemigos, era una sonrisa de regocijo, de morboso placer, con diastema en sus dos incisivos superiores, los cuales llamaban la atención por sobre sus siniestros compañeros. Aquella sonrisa que culminaba con dos hoyuelos en sus mejillas era repulsiva, generadora de impotencia. Largo y lacio cabello castaño coronaba su cabeza, e iba vestida con una blusa rosa pálida que parecía una ironía dulce para semejante monstruo. Casandra jamás pensó en abandonar su materialista sueño de la casa propia por aquella niña, pero si lo comentó como el único defecto de la casa entre sus allegados. 

La segunda noche luego de que Casandra se instaló tuvieron su primer encuentro. Ella no supo si fue la sed provocada por la comida salada que cenó, el picor de una laringe que convivía con la nicotina o el destino, pero esa noche, se levantó en la madrugada para ir a buscar un vaso de agua a la cocina y cuando prendió la luz del corredor se vieron frente a frente, ella y la pequeña atrocidad empotrada en la pared, no lo pudo evitar, y emitió uno de los gritos de pavor mas honestos que aquellas paredes podrán recordar. Sintió el vértigo del terror saltando al vacío de sus entrañas desde su garganta. Solo con una mirada. Cuando recobro la compostura se sintió idiota, trotó hacia la cocina, tomo el vaso de agua, y volvió por el pasillo con la cabeza gacha.

A la semana siguiente su encuentro fue distinto. Casandra se levantó tarde porque no escuchó su despertador, se vistió como un tifón implacable, y salió corriendo hacia la parada para tomarse el ómnibus que la llevaría a su oficina. Fue recién cuando abordo el transporte que se percato de que en el apuro había salido sin efectivo. Montada en cólera y pensando las posibles excusas que daría en su trabajo llego a su flamante casa, y la vio. Riéndose, burlándose de ella, de su pequeño fracaso y de su desmedida rabia.
- Pendeja hija de puta.
La molestia de su presencia comenzaba a convertirse en odio, en desprecio, y antes de salir nuevamente la tapo con una toalla. Cuando por fin volvió exhausta, ella la esperaba allí, con su nefasta mueca descubierta, y de la toalla ni rastros. Comenzaba una silenciosa guerra. 
- Esta es mi casa. 
Le dijo Casandra mientras le sostenía la mirada y la volvía a tapar, esta vez con una alfombra de pared que clavo justo sobre el cuadro.
Como era de esperarse a la mañana siguiente la niña seguía impertérrita, indiferente, sonriente, sin alfombra, sin clavos, sin culpa. Casandra escuchaba sus propias palabras en otro tono dentro de su mente "esta es mi casa, pendeja hija de puta". No sabía como enfrentarla. 

Pasaron los meses y la paz entre la niña y Casandra se había dado como un acuerdo tácito, ella no la cubría con nada y evitaba mirarla. Pero la tensión hacia del conflicto algo inevitable. Una tarde Casandra se merendó la noticia de que no obtendría un esperado ascenso, trago furia y volvió a su domicilio, y al borde del delirio no le esquivó la mirada, la buscó, le gritó desquiciada.
- ¡Esto es tu culpa, loca, enferma, es tu culpa, pendeja de mierda!
Desesperada corrió a buscar un martillo y un destornillador que se atreviera a ejercer de cincel y comenzó a martillar la pared al rededor del cuadro. Casandra nunca lo supo, pero entre sus despeinados cabellos, debajo de los ojos vacíos, en ese momento ella albergaba una sonrisa tan grotesca como la de la niña. Luego de treinta minutos de trabajo entre sudor y risas nerviosas pudo bajarla de la pared, la tomó en sus brazos como si realmente fuese una niña y camino lenta pero decidida a través de la casa hasta el jardín, ni bien puso un pie en este, lanzó el retrato con las pocas fuerzas que le quedaban mientras gritaba con especial énfasis en el monosílabo.
- ¡Mi casa!
Entró para ducharse luego de la desequilibrada gestión. Se sintió presa del apetito. Emprendió rumbo a la cocina. Y vislumbro la pared del corredor inmaculada, como si la propiedad estuviera a estrenar, con el retrato de la infante mas brillante que nunca. Cayó de rodillas en el piso llorando. Y entre los ahogos del llanto separó sus cabellos con las dos manos y le dijo
- Tu casa. Mientras la niña reía.

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