Crónica de una muerte truncada (o bien, como soltar)

- TESTIGO: Gastón Parnaso Romero, masculino, oriental, 37 años, caucásico, profesor de matemáticas, viviendo en concubinato con Dahiana Herrera Molina (38), padre de Marcio Parnaso Herrera (7).
DECLARACIÓN: Lo vi cuando se iba, siempre sale un poco pasadas las cinco, no sé a donde va, pero creo que estudia, por lo general prende un cigarro en el momento en que pone un pie en la calle, pero esta vez salió fumando del apartamento, le quise decir que no fumara en el corredor del edificio, más que nada por el botija, pero paso apurado, y tenía cara de "no querer hablar con nadie". Es buen pibe, un poco raro, pero buen pibe. (...) Creo que estaba vestido con una camiseta negra con un estampado blanco, jean azul y no me acuerdo de los pies. Llevaba mochila. (...) No, no, nunca dio problemas.

Cuando abandonamos el edificio supe que algo no estaba bien, yo me sentía turbado, reticente a hablar, evasivo. Tengo congelada una imagen que nunca vi, la impresión de una oración en mi cabeza, un deseo: "de ser posible me gustaría no encontrarme con nadie conocido". Él ya era un manojo de nervios, cualquiera que nos conociera podía percibirlo, hablaba, balbuceaba, pero esquivaba miradas. Sus ojos parecían huecos, secos, como si no tuviera lagrimales, como si nunca los hubiese tenido; opacos y distantes, como si mirase su interior condenado a asistir un espectáculo tan horrible como repetitivo, secuencial, la misma actuación, forzada, desesperada, bruta, con errores, un malabarista sin coordinación que se golpea con una clava, un cantante que se atora en una nota alta, un payaso que rompe en llanto a media función. Aceleramos el paso, no corríamos, eran pasos cortos que se sucedían en menores intervalos de tiempo, y pensándolo bien, fue estúpido, ninguno de los dos quería llegar, si teníamos la ansiedad de sacárnoslo de arriba, él tenia la ansiedad de sacárselo de arriba, de cumplir y retirarse, las consecuencias serían asunto mío.

- TESTIGO: Isabel Ojeda Mancilla, femenina, oriental, 71 años, caucásica, jubilada, viuda (esposo: Vicente Rodríguez Camejo).
DECLARACIÓN: Lo vi sí, me acuerdo clarito mijo', unas pintas raras, barbudo como los talibanes esos y con cara seria. Se sentó en el "asiento de los bobos" enfrente mío. No se quedaba quieto, tenía un libro en la mano, en veinte minutos lo abrió y lo cerró cincuenta veces (...) No, a mí no me dijo nada, ni bien me vio aparto la mirada y apoyo la cabeza en la ventana (...) Si, me acuerdo, se bajó en Rivera y Bulevar, me acuerdo porque me baje en la misma parada (...) No, no vi para donde iba, vi que se prendió un cigarro y se le cayó el libro.

Ni bien pusimos un pie en el ómnibus sentí el primer mareo, no se mucho de mareos, conozco los del alcohol, pero no es lo mismo, este no es dulce, ni resulta gracioso sino es grave. Este es grave. Tiene gusto a desmayo, y te hace morderlo sin que te des cuenta. Si fuera un versado genealogista de mareos, diría que este es el parco antepasado del que sufrís cuando te paras de repente, como si tu cuerpo no hubiese sido notificado acerca de sus futuros movimientos. Él me agarro la mano y me hizo sujetarme de la baranda, no me iba a dejar caer, no me iba a dejar ir para atrás, teníamos que hacerlo. Antes de sentarnos ensayé metáforas totalmente hipocondríacas, comparé al ómnibus rectangular con la tubular forma de una de esas máquinas que se usan para hacer resonancias magnéticas, de esas que te hace un médico cuando sospecha que tenes un tumor (los médicos sospechan), me vi horizontal, desnudo, viendo una bóveda gris de metal frío. Nos sentamos. Él se puso agresivo, molesto. Yo me empecinaba en blandir mi ejemplar de "2666" de Roberto Bolaño y él lo cerraba constantemente, como ese adolescente molesto de la clase que parece tener olfato especial para encontrar chivos expiatorios en su peor momento de miseria, chefs franceses de sal en la herida. Cuando di el brazo a torcer y guardé el libro en la mochila él se supo vencedor. Me traicionó. Tomó mi cuello y lo apretó con fuerza, no la suficiente para estrangularme, pero si lo necesario para que me costará respirar, para que intentará dar largos sorbos de aire y expulsarlos lentamente por la nariz, como si me merendará la noticia de que el aire comenzaba a escasear. Me obligó a bajarnos del ómnibus. 

- TESTIGO: Rodrigo Silva Sáez, masculino, oriental, 19 años, desocupado.
DECLARACIÓN: Lo vi al guacho, le mangué un pucho, me lo dio, pero no me dijo nada (...) Este, por Jackson y algo, no me acuerdo. 'Taba serio (...) No, ya les dije, un pibito, remera negra, barba, coso, ni lo escuché hablar.

Cuando llegamos me encerró en el baño, me ahorcó con fuerza, y por un efímero instante creí ver el aire fugarse de mis pulmones, un aire gris, veteado de negro. En el silencio de los servicios higiénicos mi cuerpo era una orquesta entonando un requiem desafinado. Escuchaba a mi saliva sumergirse en mi tráquea con gran esfuerzo, como si pasará por un tubo pequeño en el que apenas entrará. Mi corazón practicaba una percusión fuera de tiempo, acelerada por momentos, irregular, poco musical. Podía escuchar mis músculos esforzarse, como si todo mi cuerpo levantará peso. En mi cabeza miles de voces cantaban, vociferaban histéricas, desesperadas, desordenadas, vocablos fatalistas: "chau, fin, adiós, final, muerte, morir" Morir en infinitivo, voz pasiva del que se muere. 
Me retuvo encerrado un buen rato, no se cuánto, no lo vi irse, cuando me abandono no podía dejar de pensar en él, no era síndrome de Estocolmo, era miedo. 

- PARTE MÉDICO: TODOS LOS EXÁMENES DE RUTINA ARROJAN RESULTADOS NORMALES, PRESIÓN ARTERIAL, AUSCULTACIÓN PULMONAR (...). EL SUJETO SUFRIÓ UNA CRISIS ANSIOSA O ATAQUE DE PÁNICO (...)

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