Fuego camina conmigo

- ¿De que querías hablar Beatriz? 
- Te quiero decir algo, hace tiempo que lo vengo pensando.

Hace tiempo que vengo pensando en algo. Tengo una fantasía recurrente. No es parte de mi subconsciente. No sueño con ella. No, no. Está parada al frente de mis pensamientos, un alumno escribiendo en el pizarrón. ¿Será esa la diferencia entre los sueños y las fantasías?  Esta fantasía es sencilla. Cierro los ojos y la dibujo en la parte posterior de mis párpados. Los cuales en principio pudieran parecer un lienzo pequeño para este paisaje. Me veo caminando, de espalda, mi espalda, esa parte de mí que no veo, me imagino la distancia entre mis hombros, las imperfecciones de mi nuca, mi cabello, no importa que ropa lleve, nunca uso zapatos, ni ningún tipo de calzado, siempre voy caminando descalzo. Me detengo ocasionalmente para apretar el pastizal verde con los dedos de mis pies, como un pequeño primate que comienza a comprender la utilidad de sus extremidades. Camino sobre un extenso pastizal verde, un mar de hierbas perfectamente cortadas, de acostarme sería más confortable que mi colchón, pero no me acuesto, camino. Camino con un tranco firme, seguro, como nunca he caminado. Pero excesivamente despacio, mi meta parece ser indiferente.

- (...) Indiferente a todo, todo el tiempo, parece que nunca me escucharás que vivieras fantaseando, y si al menos pudiera saber con qué, pero (...)

Cuando finalmente llegó a la única construcción erguida en esa infinidad verde es una iglesia de madera. En ese desolado campo eterno. La única construcción de dios. Levantada en el medio de mi pradera y revestida de inmaculados costaneros de caoba, nogal o vaya a saber uno de que madera. Con ínfimas ventanas de vidrio que superan la altura de mi cabeza. Con las puertas cerradas. La rodeo caminando con curiosidad. La parte de atrás de una iglesia no deja de ser una iglesia. Y ahí me encuentro yo, con un tanque de combustible en la mano, de esos que salen en las películas, de plástico rojo con muescas que forman una "X" y una pequeña manguera negra surcada por relieves equidistantes cuya finalidad es la de alimentar a un vehículo. Me enciendo un cigarro sin encendedor, y con la paciencia del que espera a la muerte comienzo a verter gasolina alrededor de la iglesia sin escatimar. El pequeño tanque nunca se agota, como la catarata que convierte al río en lago fluye de forma abundante, ruidosa, mi pequeña catarata, estrellándose contra los cimientos de piedra de aquella construcción eclesiástica. No escatimo con el líquido inflamable en el portal cerrado del templo.

- (...) tu temple. Ese gesto osco y parco permanente. Hace tiempo que pienso si de verdad me queres. Pienso si te queres a vos mismo. No lloras. No sonreís. Solo estas ahí (...)

Estando ahí y habiendo terminado los preparativos, mi cigarro aún no se ha terminado. La paz que me inunda es tan grande que puedo escuchar los estallidos de los diminutos círculos de pólvora que consumen a esa pequeña promesa cilíndrica de cáncer pulmonar. Me quedan cinco pitadas, seis máximo, tengo bueno ojo para esto. Aspiro exageradamente y antes de exhalar el humo gris, como si fuese el juego de un niño, realizó un carnavalesco ademán para deshacerme de mi cigarro, para enviarlo a su destino final, a la puerta de esa iglesia inundada de combustible. Las llamas despiertan de su letargo con tal rabia que parecen exclamar que nunca nadie debería haberlas despertado. El fuego serpentea la base de la construcción tan a prisa, de manera tan danzarina, que aquello no es el fenómeno de la ignición, es el puto gusto por el baile que nunca encontré. El fuego forma un rectángulo perfecto abrazando a la capilla, abrasando a la capilla, lo veo escalar los costaneros, es el alpinista novato que sueña con el Everest. Las llamas crecen y las chispas saltan.

- (...) Ya no hay llamas, no hay chispas, no hay fuego, siento que no te atraigo, no me buscas, no me haces un cumplido, siento que me besas por compromiso. No puedo vivir así por siempre (...)

Me gustaría que el espectáculo ígneo durase para siempre. Lo que los malos genios del marketing fotográfico llaman "capturar instantes eternos". Capturar este instante. La iglesia ardiendo en mi pradera. El fuego llega a la cruz que la corona. Siento que estoy despojando de su corona a un rey, un regicidio, y a mí ni siquiera me interesa la política. Me interesan estos olores, los olores que se pierden entre la madera quemada, el cuero que envuelve las páginas de las biblias ardiendo, las telas que parecen una aclaración innecesaria del camino hacia al altar. Los sonidos, el dulce crepitar de la madera, la paz en la tormenta, un sonido tan hermoso en medio del caos reinante, tan pequeño, tan indescriptible. Y sin aviso, el estruendo de las primeras vigas que comienzan a derrumbarse en el interior. Mis ojos llenándose, saciándose del interior del templo. Mis ojos que lagrimean frente al calor, a los hermosos naranjas, a los sorprendentes azules, al verde de la tinta negra cuando arde. Me siento bien.

- (...) Yo no me siento bien así, no se vos, pero yo así, no puedo seguir (...)

Las ultimas brazas humeantes. Esta es de mis partes favoritas. Parecen soldados negándose a perder la guerra, hombres enfrentando a la misma muerte, caprichosos, desesperados, ya no son fuego, solo son humo ¿Es el humo el alma del fuego? Las dudas del proceso son fascinantes. El calor se vuelve tibieza, me pone sus manos en la cara, siempre sucedido por el frío. Pero me consta que no es frío, sino más bien ausencia de calor, ese calor exagerado, grotesco, y vivo, que es el único calor que se puede llamar fuego. La iglesia desapareció, y de tener sentido, aplaudiría.

- (...) Quiero separarnos.
- ¿Me estas dejando Beatriz?
- ¡¿Me estabas escuchando?!
- Si, sí.
- No sé para qué me gasto. 

Adiós Beatriz. Bombera. 

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