Aquel Jardín

Encandilado por la luz ámbar de un farol, desmenuzaba los mechones de su pelo con mis manos. Los pequeños hilos capilares, en esencia negros, lucían cobrizos frente al resplandor. Resultaba curioso contemplar sobre la perspectiva desenfocada de su mejilla, la estática danza en la que luces y sombras se debatían mientras perpetuaban los rasgos más propios del muro de ladrillos. El lejano rasgueo de una guitarra se perdía en la inmensidad del jardín, y mientras su cuerpo reposaba sobre mi, el primer rocío nocturno cristalizaba el verde manto de gramilla

Tuve un reflejo particular, como si no atendiese a razones, mi mano levantó su abrigo dejando a la vista su huesuda cintura blancuzca, la piel reseca, los accidentes geográficos de sus lunares en aquel desierto lunar. Recuperé el dominio de mi mano, y la rocé con una caricia cuasi imperceptible. Sucumbí al sueño. El abandono de la vigilia fue tan súbito que ni siquiera noté la transición. Desde que tengo memoria me cuesta conciliar el sueño. Aquella fue una pesadilla de los más particular.

Me encontraba en nuestro jardín pero no la veía por ninguna parte. Las acolchonadas hierbas se tornaban mustias a mi paso. Camine hasta un montículo de tierra fresca cuando noté la molestia de una diminuta pala en el bolsillo trasero de mis gastados pantalones. Pesé a que el montículo denunciaba que allí se había hecho un pozo, no encontré señales de excavación alguna. La pala me incomodaba demasiado en el bolsillo, así que la tomé y descubrí restos de barro bajo mis uñas. Sin motivo aparente, rompí en llanto. La angustia turbaba mi pecho y creí sentir lo que era una taquicardia.

Me desperté sobresaltado, quité el cadáver de encima de mi cuerpo, no sin antes contemplar sus ojos vacíos por ultima vez, y la enterré en ese mismo jardín.

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