Promesa

Ni bien se despertó degustó el extraño sabor de aquella mañana. Los síntomas que maduraban con él desde la más temprana adolescencia ya eran hombres, algunos barbados, más no todos. Pero si, cada uno de ellos fruncía el ceño en cada alba, removidos del lecho del inconsciente donde su presencia pasaba inadvertida, donde eran libres de desperezarse toda la noche, dueños de una existencia lánguida. Su catarro tenia su propia tos. Su garganta era una caja de reverberaciones nacidas del burbujeo del alquitrán. El aire danzaba espeso sobre su boca, rehuyendole como gato al agua, obligandolo a contorsionar su pecho con el fin de que sus pulmones recordaran el tiempo en que no eran moteados. Poso suavemente su mano izquierda sobre sus ojos cerrados, y con vehemente fuerza la arrastró por su rostro hasta sentir su garganta quemada. La metáfora de una chimenea le pareció adecuada, las paredes con hollín, renegridas, apresando al humo que inocente busca su camino hacia el ascenso, su boca, la boca de la chimenea, su mundo de cabeza. Se incorporo y su cavernosa voz matinal, ajena y lejana dijo: - Tengo que dejar de fumar.

Acto seguido se vistió. Un pantalón deportivo, chancletas y un buzo sin  remera debajo. Caminó torpe hasta una de las ventanas del living, con una mano sostuvo el cenicero y con la otra acerco el encendedor hacia sus labios donde descansaba un cigarro que no recordaba haber colocado allí. La primera pitada fue grotesca. El tosido ronco. La molestia pectoral. Esta vez se escuchó cerca, como si se susurrará, quizás fuese el caso: - Realmente tengo que dejar de fumar. Apagó el cigarro con desprecio y lástima contra el cenicero mientras veía como el último hálito de niebla artificial danzaba frente a sus ojos aún llorosos por el amanecer. 

Esta vez llevo ambas manos a su cara, como si pretendiera sostenerla con suavidad. Se sentó a desayunar y comenzó uno de los duelos internos más crueles que experimentó en su vida. Argumentos a favor y en contra aceleraban dentro de los caminos de su pensamiento, se rebasaban unos a otros, se impedían el paso y chocaban. Economía, salud, higiene, independencia, nada parecía conciso cuando cayó en la cuenta de que lastimaba frenéticamente la yema de su dedo gordo con sus dientes. Pensó que caminar sería una buena idea.

Llevaba tres cuartos de hora despierto, y poco menos de media hora sin fumar. Contempló el resto de su vida sin consumir tabaco. En esa ansiedad cada día, cada minuto, cada segundo, durante el resto de toda su vida. La idea lo abrumo. Salió de su hogar porque este olía a tabaco, y mientras se disponía a cruzar una avenida menor llegó la promesa más mediocre de los mortales que sucumben a cualquier adicción: "Fumo mi ultimo cigarro en este momento, con este cigarrillo me despido". Imbuido en el placer culposo, abstraído en la vista reducida de la mano que protegía el fuego de su encendedor, nunca se percató de que el mundo no se detenía fuera del humo de su cabeza, y en medio de la ultima pitada, en medio de aquella avenida con nombre de héroe nacional al que nadie conocía, lo atropello violentamente un auto que como emisario del destino hacia efectiva la promesa de que aquel fuese su ultimo cigarrillo.

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