Que no hay alcohol

En días como aquel la casa se mecía suavemente sobre la marea. Las pequeñas olas que la hamacaban en un ritmo constante se estrellaban dulcemente contra los cimientos generando una espuma de pulido blanco que contrarrestaba la turbación del resto de aquel océano marrón. A primeras horas de la tarde la bruma descendía cual telón, anunciando el final de la función, lo que resultaba irónico ya que en dicho momento comenzaba nuestro pequeño espectáculo marítimo. El oleaje embravecido era nuestro primer divertimento, cerrábamos las dos ventanas del comedor herméticamente con el fin de entregarnos al mareo y evitar los daños colaterales de las salpicaduras. El calor se apoderaba del interior del hogar, tan interno y propio, que efectivamente no era la bienvenida del mismo, sino el exilio del frío fuera de nuestra propiedad. Frenéticos cánticos de sirena endulzaban nuestro paladar en el transcurso del viaje. Nos adentrábamos concienzudamente en la tormenta, se presentaba frente a nosotros, la oscuridad itinerante, los relámpagos de claridad, los atrevidos silbidos del viento, las involuntarias lluvias que atemorizaban a los cobardes. Y de repente, el ojo del huracán, la recompensa de quienes surcan el tifón, aguas lánguidas, ajenas a la luna, al viento, al mundo exterior que no las rodea, al mundo exterior que las encierra, a esas masas continentales de las que viven presas. Llegados a aquellas instancias, quienes nos manteníamos en pie asumíamos el compromiso de navegar en aquella casa, de encomendarnos en la empresa de terminar la travesía, corsarios domésticos, navegando el mar de lo cotidiano. El ojo de la tempestad nos otorgaba su última guiñada misericordiosa, una ultima risa, un abrazo de la tripulación, y la inevitable consecuencia de enfrentar a la naturaleza. La casa que nunca dejó la tierra, uno que vomita, y los pocos que quedan despiertos gritan ¡Que no hay alcohol!

Comentarios

Entradas populares de este blog

Promesa

Aquel Jardín

Imaginología básica: El caso Kirlian