La postal de otro
La casa había sido de mis viejos. No era particularmente linda, ni particularmente grande, pero me gustaba. La puerta de madera, alta, con dos hojas, hacía gala de un celeste oscuro en medio de una cuadra de blancos antiguos, opacos, casas de rostros viejos con pecas de humedad, manchas de la edad. La puerta ya era celeste cuando mis viejos la compraron y a mamá le gustó, y así se quedo. El viejo dice que cuando aprendí a caminar fue para sentarme en el escalón de aquella puerta. Un modesto escalón de mármol, con betas negras que debería saber de memoria. Fue en aquel escalón que recibí la primera carta.
Yo fumaba descalzo. Me acuerdo porque fueron los primeros calores, tenia un short de baño pero todavía no me había sacado la camisa, apenas si la había desprendido lo suficiente como para respirar mejor. El cartero no tenía cara de nada, y tampoco preguntó nada. Dejó el sobre blanco garabateado por afuera y se fue. Podría haberle dicho que la carta no era para mí ¿Cuál de mis conocidos se molestaría en mandar una carta teniendo celular? Pero me atrapó el romanticismo, la nostalgia, o vaya a saber uno que estupidez de esas que aborta el aburrimiento.
No logré entender hacía quien iba dirigida la carta. Decía algo acerca de un nogal frondoso y un hibisco que se había marchitado, de una constructora que había comprado el terreno de al lado para hacer un edificio y de lo grande que estaba "Facundito". Si bien la caligrafía de la remitente (yo supongo que era mujer por el trazo) me resultaba de lo más admirable, el voyeurismo epistolar no me estaba seduciendo tanto como hubiese esperado hasta el preciso momento en el que leí que Víctor se estaba muriendo. Al final de aquel texto, como una posdata bastarda, después de la botánica amateur y demás pormenores, la anónima escritora se había dignado a contar que al tal Víctor le quedaba poco. No dio mucho detalle, no habló de médicos ni de enfermedades, se despidió, firmó, pero no entendí la rubrica.
Me divirtió mi indignación por el desgraciado de Víctor, pensar que era un veterano, pensar que no lo quería nadie, meditar la posibilidad de que quizás Víctor era un hijo de puta y yo un simple ingenuo aburrido.
Pasó algo más de tres meses cuando aquella vieja distraída (para aquel entonces decidí que la mujer que enviaba las cartas también era mayor) me actualizó sobre la situación. El nogal había comenzado a perder las hojas y la obra del edificio estaba parada por problemas legales con la constructora. No supe nada de "Facundito", y tampoco me importó. Me lo imaginaba con cara de idiota comiéndose un refuerzo en el recreo mientras llegaba el otoño. Cuando llegué a lo que realmente me importaba me sorprendió gratamente saber que la información sobre Víctor era confusa, pero al menos cuantiosa. El viejo estaba postrado en una cama sin poder moverse y a la escritora se le estaba haciendo cuesta arriba poder cuidarlo. Supuse que el viejo sería alto, no muy gordo, pero si huesudo. La vieja relataba como le daba de comer diariamente pese a que día tras día Víctor perdía el apetito. Seguía sin saber que le pasaba, pero Víctor se moría. La vieja en ningún momento acuso tristeza, pero sí ahondo sobre que en el fondo le tenía lástima, le pedía al destinatario que supiera entender que "todo aquello no había sido exclusivamente culpa de Víctor, que hizo lo que pudo con lo que tenía". Yo lo perdoné sin más. Aunque supiera que aquellas manos gastadas no escribían para mí, aunque supiera que Víctor no me conocía, ya no eramos extraños. Suspire: - Pobre Víctor.
Después de la segunda epístola fumaba siempre en el escalón, de campera, porque el frío cortaba. Por lo menos una hora por día, cavilaba la posibilidad de que el viejo se hubiera muerto, de que llamarán por teléfono para avisar, para avisarme, me angustiaba pensar que nunca pude despedirlo, que no pude ir al funeral, que no pude decirle a la vieja que el tiempo que le quedara era de descanso, y que bien merecido que lo tenía.
Ya hacía calor de verdad cuando volví a tener noticias, el suficiente para no abrigarse por las noches. No hubo nogal, no hubo edificio, si un "Facundito esta bien". Víctor había muerto, mi remitente lloraba palabras mientras escribía redención, y yo enjugaba lágrimas en silencio de manera desconsolada.
Llegué al último párrafo y en medio de la tristeza más honesta, la vieja, en la más impecable caligrafía le agradecía al desconocido que compartió su relato, que recibió con angustiosa expectativa y paciencia al cartero, que supo que Víctor alguna vez existió, y ahí, mientras terminaba nuestra historia me preguntaba, quién sería el atrevido que leyó la postal de otro.
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